21 de enero de 2013

La avena bendecida

Por Enio Suasnavar

La niñez es la mejor etapa de la vida de una persona, porque no existen responsabilidades serias ni estrés o, por lo menos, no deberían existir.  De mi niñez tengo unos recuerdos extraordinarios, tanto en los deportes como con mi familia y amigos, pero en especial con una persona que me hacía bien feliz con tan solo una avena que me preparara. A eso huele mi niñez, a los lindos recuerdos con mi abuelo, Gilberto Torres, un jibarito de Morovis que disfrutaba de hacerme una avena porque sabía que me encantaba. El olor a la avena me hace recordar todas las veces que entraba a su casa para compartir con él y escuchar sus anécdotas.

Hay muchas cosas que hacía con mi abuelo cuando era niño, pero todo gira en torno al aroma de la rica avena. Recuerdo que mi abuelo después de sacar el plato del microonda se colocaba debajo del abanico, para que la avena se enfriara un poco y así no me quemara. Era chistoso por la forma en que alzaba el plato hacia el abanico, parecía que estaba bendiciendo mi cremita. Quizá sí estaba bendecida...

Luego de todo el proceso de enfriar la avena, la ponía en una bandeja y me sentaba a comerla frente al televisor. Siempre que me la comía le preguntaba muchas cosas sobre su niñez en el campo y me entretenía con sus historias que hacían que mi infancia pareciera aburrida. Tanto influenciaron en mí las historias del abuelo, que cuando iba a la finca de mi tío me gustaba imitarlo, según lo que él me contaba de sus aventuras.

Todavía huelo ese rico aroma cada vez que recuerdo mi niñez. Es a partir de ese olor que puedo seguir recordándome de los bonitos momentos con mi abuelo. Siempre me llevaba al patio a buscar limones, plátanos y guanábanas. Lo más que yo gozaba era pisar caracoles en las veredas. Él siempre me motivaba a pisarlos y el sonido me encantaba, era como una competencia entre nosotros. Durante todas esas visitas a casa de mi abuelo, también aprendí a tocar el güiro y a ser fanático de los Bravos de Atlanta. Mi abuelo fue una persona clave en mi infancia.
 
Soy una persona bien feliz a mis 19 años de edad y agradezco esos momentos que pasaba junto a mi abuelo, a quien admiro por ser un hombre que vivió una época difícil y a pesar de todo se superó. Gracias a sus lecciones soy un muchacho seguro y con metas en la vida.

Enio y su abuelo

Olorosa nostalgia


Me huele a un paraíso en donde la angustia brilla por su ausencia
y el tiempo no cumple un rol principal.


Por Ana Gómez Durán

El olor del pasto acabado de podar, el café y la mandarina evocan un sentimiento de nostalgia y felicidad.  Para mí eso fue la niñez.

Sentada debajo de un árbol recogiendo las flores del suelo verde, para luego cocinarlas a fuego lento en la hoguera de mi memoria... así transcurrió la infancia más feliz que se pueda imaginar.


En este añorado estado mental al que se le llama niñez, hay una persona a la que sigo pensando cada vez que traigo a mi presente las vivencias de aquel pasado que cada minuto se vuelve más lejano. Pienso en las canas que posaban como olas en el mar sobre la cabeza del hombre que extraño cada segundo que pasa y que oigo en cada silencio de mi presente.


Me huele a él, a su risa y a la mandarina que se comía en los fines de semana. Me huele a él, a pasto, a perros y a caballos. Me huele bien y me duele cada vez que me huele. Me duele el alma por saber que faltan años para volverlo a ver, me duele el pecho cada vez que oigo su voz que me llama desde lo remoto de mi pasado.

Me huele a un paraíso en donde la angustia brilla por su ausencia y el tiempo no cumple un rol principal.
 

Cierro los ojos y me siento ahí en ese lugar, balanceándome en una hamaca de paz y de risas infinitas. Me huele a él, me huele a mí, me huele a ron y me huele a caballero de la noche. Pero como me huele me sabe. Me sabe al más que sabe y me sabe a panela y a chocolate caliente.
 

Si alguien alguna vez me pregunta a qué huele mi niñez, la respuesta sería más clara que la quebrada de la Mancha.
 

Mi niñez huele hoy a mis veinte años y mañana a mis cien, a una persona, a un hombre. Huele a mi tío Nelson.

Mis deliciosas fresas

Por Vinoshka Paola Flores Rodríguez

Tratando de recordar momentos, sucesos o cosas importantes que impactaron  mi niñez, vienen a mi  memoria, o mas bien permanecen ahí, aquellos días en los que tanto lloraba, le “garateaba” o le formaba “perretas” a  mi mamá, porque no había fresas en la nevera de casa, o porque mis hermanos se las habían acabado. Me las comía a cada hora. Eran, y son aún mi fruta favorita, mi obsesión. Su sabor es único y delicioso.  Me gustaban bien rojas y recuerdo que las escondía en la nevera para que nadie me las comiera. Todos en mi casa me decían egoísta, pues yo las acababa todas, no las compartía con nadie y pobre de aquel que me las cogiera, ¡había pelea segura!

Las fresas tenían que estar en todas mis comidas diarias. Una vez al visitar a mi pediatra, recuerdo que mi mamá le preguntó si el exceso de comer tantas fresas me podía hacer daño a la salud.  Para mi sorpresa y decepción él le dijo que sí, que como todo alimento al comerlo en exceso,  las fresas también podían tener alguna reacción alérgica en algunas personas.  En aquel entonces, mi mamá trató de limitármelas por un tiempo, pero no tuvo mayor éxito.

No puedo recordar mi niñez sin que mi paladar sienta el exquisito y delicioso sabor de esas ricas fresas. Siempre le decía a mi papá que las quería sembrar en la  finca de mi casa, pues vivo  en un campo  y  mi abuelo siembra muchos frutos  y vegetales, pero me decía que esa fruta no se cosecha en Puerto Rico, por nuestro clima tropical. Cuando visité Costa Rica y los Estados Unidos, fue impresionante para mí ver esos enormes sembrados. Era tanta mi fascinación por las fresas que mi mamá decía que ya parecía una fresita  y  un día me escribió este poema. 



Poema a la fresa
(En honor a mi hija Vinoshka Paola, amante de esta, su fruta favorita)


(I)
Tiene ricas vitaminas
Su azúcar es natural 
En su dieta ella la incluye
Para la salud mejorar

(2)
Es sabrosa apetecible
Su frescura sin igual
El que las come se queda
Con deseos de no parar

(3)
Es su aspecto color rojo
Parecida al corazón
Cuando la siente en su boca
La saborea un montón

(4)
La puede comer mil veces 
Su paladar no se cansa 
Saborea su dulzura
Hasta llenarse la panza

(5)
Es la fruta favorita
De mi bella hija Paola
No las comparte con nadie
Todas se las come sola

(6)
En mi casa ella me ha dicho
Un huerto quiere sembrar 
Para que nunca le falten
En su dieta semanal

(7)
La verdad son exquisitas
Esas fresas le dan vicio
Con ella yo las comparto
Cuando me da su permiso

MRO (3-15-2001)
 

El palo de mangó

Por Tomás Alvarado Cáliz

[fragmento]

 porque al fin y al cabo los ancianos son niños grandes que ya no están en la escuela...

Recuerdo como si fuera ayer los fines de semanas que pasaba en la casa de mis abuelos en Arecibo. Era como ir de viajes a un área campesina, como cuando fui para Olancho en Honduras. Todavía recuerdo todos los olores, imágenes y sonidos que mis sensores capturaban.  Ir a esa casa era un escape del “trabajo” que a esa edad era la escuela: los fines de semanas eran vacaciones de la escuela elemental. Lo digo así porque para ese tiempo yo era un hombre trabajador, mi uniforme de escuela era mi gabán y mi lonchera era la maleta preparada para un largo día de trabajos con números y mucho papeleo. Todos los viernes salía con la esperanza de ir para la casa de mis abuelos.

El camino hacia allá era la mejor parte. En el carro siempre íbamos mis padres y yo escuchando la radio (ya que no había Ipods en ese entonces).  Yo miraba por la ventana para ver los árboles verdes y las montañas grandes a los lados. Me acuerdo de todos los negocios y las gasolineras, de los peajes, los animales y de las direcciones perfectas que daba mi abuelo para que llegaran a su casa: “En la salida después del peaje vira para la derecha y sigue directo y cuando llegues al palo de mangó vira pa’ la derecha”.

Al virar en el palo de mangó, me gustaba ver el largo y estrecho camino.  Al final veía las dos grandes palmas que forman la entrada de la gran propiedad de mi abuelo Nolo. La gran propiedad que usaba como tema para conversar con los viejitos de la panadería cercana: “Yo tengo una finca en Arecibo...” y llenaba lo demás de embustes. Al llegar a la propiedad siempre salía del carro, mi abuela Iza me saludaba con un beso mojado que dejaba marcado en mi cachete sus labios rojos y un abrazo sudado, para después pasar cinco minutos hablando de lo mucho que había crecido. Luego saludaba a mi abuelo con un abrazo sudado como el de mi abuela, la única diferencia era que él siempre estaba sin camisa.

Algo que siempre me fascinaba de la casa de mis abuelos era el olor a cigarrillos encendidos. Me gustaban todos los detalles del cigarrillo. Además del olor, me gustaba ver el cigarrillo quemándose hacia el filtro con el humo saliendo por la parte encendida. Me gustaba ver el humo salir de las bocas de mis abuelos y seguirlo con mis ojos para ver hasta dónde llegaba. Me gustaba oler el humo e imaginarme haciéndolo, pero siempre lo veía como algo prohibido, algo que hacen los nenes grandes, porque al fin y al cabo los ancianos son niños grandes que ya no están en la escuela...