21 de enero de 2013

El palo de mangó

Por Tomás Alvarado Cáliz

[fragmento]

 porque al fin y al cabo los ancianos son niños grandes que ya no están en la escuela...

Recuerdo como si fuera ayer los fines de semanas que pasaba en la casa de mis abuelos en Arecibo. Era como ir de viajes a un área campesina, como cuando fui para Olancho en Honduras. Todavía recuerdo todos los olores, imágenes y sonidos que mis sensores capturaban.  Ir a esa casa era un escape del “trabajo” que a esa edad era la escuela: los fines de semanas eran vacaciones de la escuela elemental. Lo digo así porque para ese tiempo yo era un hombre trabajador, mi uniforme de escuela era mi gabán y mi lonchera era la maleta preparada para un largo día de trabajos con números y mucho papeleo. Todos los viernes salía con la esperanza de ir para la casa de mis abuelos.

El camino hacia allá era la mejor parte. En el carro siempre íbamos mis padres y yo escuchando la radio (ya que no había Ipods en ese entonces).  Yo miraba por la ventana para ver los árboles verdes y las montañas grandes a los lados. Me acuerdo de todos los negocios y las gasolineras, de los peajes, los animales y de las direcciones perfectas que daba mi abuelo para que llegaran a su casa: “En la salida después del peaje vira para la derecha y sigue directo y cuando llegues al palo de mangó vira pa’ la derecha”.

Al virar en el palo de mangó, me gustaba ver el largo y estrecho camino.  Al final veía las dos grandes palmas que forman la entrada de la gran propiedad de mi abuelo Nolo. La gran propiedad que usaba como tema para conversar con los viejitos de la panadería cercana: “Yo tengo una finca en Arecibo...” y llenaba lo demás de embustes. Al llegar a la propiedad siempre salía del carro, mi abuela Iza me saludaba con un beso mojado que dejaba marcado en mi cachete sus labios rojos y un abrazo sudado, para después pasar cinco minutos hablando de lo mucho que había crecido. Luego saludaba a mi abuelo con un abrazo sudado como el de mi abuela, la única diferencia era que él siempre estaba sin camisa.

Algo que siempre me fascinaba de la casa de mis abuelos era el olor a cigarrillos encendidos. Me gustaban todos los detalles del cigarrillo. Además del olor, me gustaba ver el cigarrillo quemándose hacia el filtro con el humo saliendo por la parte encendida. Me gustaba ver el humo salir de las bocas de mis abuelos y seguirlo con mis ojos para ver hasta dónde llegaba. Me gustaba oler el humo e imaginarme haciéndolo, pero siempre lo veía como algo prohibido, algo que hacen los nenes grandes, porque al fin y al cabo los ancianos son niños grandes que ya no están en la escuela...

No hay comentarios.:

Publicar un comentario