21 de enero de 2013

El chirrido del carrusel y la lengua pintada de chocolate

ya no soy esa niña que pasaba un exceso de tiempo en los columpios y comía chocolate en polvo
Por Jeanneiris Rivera

La etapa de la niñez es un tiempo dulce donde hay gran inocencia e imaginación.  Al crecer se olvidan muchos detalles de la infancia, pero hay momentos o características que permanecen en nuestra memoria como si fuesen incrustados en ella. Por ejemplo, me acuerdo cómo lucía la casa de mi abuela y cuántas campanillas de vientos tenía colgando del techo y en los alrededores de la casa. También me acuerdo de su jardín con girasoles que eran más altos que yo (en ese tiempo) o cuando me recogía en la escuela todas las tardes.

No tengo muchos recuerdos detallados, pero sí algunos de mi año preescolar. Durante ese tiempo mis padres me llevaban a un cuido en el Barrio Candelaria.  Después de terminar el cuido, mi abuela me buscaba y solíamos quedarnos en el patio de la escuela.  Cuando ya todos los niños se habían marchado, yo permanecía dando vueltas en el carrusel. Era un pequeño carrusel de cuatro caballos y cada uno era de un color distinto: verde, rosado, azul y amarillo.  El carrusel era viejo. Mi abuela era quien lo impulsaba para poder moverlo y todavía recuerdo el chirrido irritante que hacia con cada vuelta.  Aun con los colores gastados y el chirrido, podía quedarme la tarde dando vueltas sin cesar en esos caballos falsos.  

También estaban los columpios sujetados a un tubo con una cadena, con asientos negros y flexibles que al sentarse creaban una “u”. Me gustaba sentarme en los columpios e impulsarme cada vez más alto, mirando al cielo como si estuviera dirigiéndome hacia él. Estar sentada allí era lo más similar a volar. Después de tanto juguetear en los columpios y en el carrusel, mi abuela decía que era hora de irnos para la casa, el lugar donde inició mi gusto por el chocolate.

Al llegar a la casa, ella me preparaba un vaso de leche con chocolate. Caliente o frío, yo me lo bebía con gusto, pero regularmente lo tomaba en un vaso frío. Era mi bebida de cada tarde. Su sabor era adictivo, mi abuela lo preparaba justo para mi paladar, tenía suficiente chocolate y sabor dulce.  La lata del chocolate en polvo tenía un diseño distintivo que podía localizar rápidamente. Kresto decía la lata color blanco, tenía una tapa color amarillo big bird y una etiqueta azul con niños alrededor. Los niños lucían uniformes deportivos y estaban muy sonrientes al tomar el vaso del chocolate. Cada vez que abría la lata me daba un olor tan delicioso que solía tomar una cuchara y comerme el polvo que después dejaría mi lengua pintada. Qué rico era ser niño.
 
En la niñez todo parecía ser tan simple y despreocupante. Hoy ya no soy esa niña que pasaba un exceso de tiempo en los columpios y comía chocolate en polvo.  Ahora paso mi tiempo en la universidad y en el trabajo.  Pero, de vez en cuando, recordar algunos de los momentos de mi infancia brinda una sonrisa a mi cara.

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